RIO DE JANEIRO, 21 de noviembre de 2014 (ACNUR) – Para Pascal Hakizimana y su familia, “raíces” es una palabra vacía de significado. A pesar de haber vivido en cuatro países diferentes, él nunca tuvo un lugar al cual llamar patria. Refugiado desde los cuatro años de edad y apátrida durante toda la vida, ahora sueña con alcanzar la plena ciudadanía en Brasil.
El largo camino que trajo a Pascal a Rio de Janeiro, acompañado de su esposa y dos hijos, todos apátridas, comenzó durante la década de 1970. Nacido en Burundi en 1968, tuvo que huir con su madre, sin documentos, para el entonces Zaire (actual República Democrática de Congo) por causa del genocidio practicado por la minoría tutsi contra la mayoría hutu en 1972.
Allí creció y estudió en un campo de refugiados hasta mudarse para Ruanda, en 1986, en busca del sueño de ser profesor de primaria. En 1994, sin haber conseguido nunca trabajar en un aula, Pascal presenció un nuevo genocidio, esta vez de hutus contra tutsis. Al lado de su esposa y de su hija, volvió para el antiguo Zaire, huyendo de los ataques que dejaron cerca de 800 mil víctimas en territorio ruandés en apenas 100 días.
Pero el sufrimiento, estaba lejos de terminar. Cuatro años después, explotó la guerra civil en el país, rebautizado República Democrática del Congo. Pascal, ahora con dos hijos pequeños, tuvo que huir una vez más, cruzando la frontera con Zambia para después llegar a Namibia. Viviendo nuevamente en un campo de refugiados con su familia, continuó enfrentándose a las dificultades y después de 16 años se vio obligado a emprender un quinto viaje, esta vez rumbo a Brasil.
“Desde que llegamos a Namibia, nunca tuvimos una vida mejor”, cuenta. “Allí no había futuro para mí ni para mis hijos, que terminaron la escuela, pero no podían trabajar porque el país no daba documentos para los refugiados. Entonces, decidí empezar de nuevo en otro lugar”.
Pascal y su familia llegaron a Brasil en septiembre de 2014, año en que se celebran los 60 años de la Convención de 1954 sobre el Estatuto de los Apátridas, el primer tratado firmado en la ONU para proteger a las personas que carecen de una nacionalidad.
El 4 de noviembre, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) lanzó la campaña mundial “Yo Pertenezco”, que tiene como meta acabar con la apatridia en los próximos diez años. Hay por lo menos diez millones de apátridas en el mundo actualmente y cada diez minutos nace un bebé sin que su nacionalidad sea reconocida por un Estado.
Pascal, que solicitó la condición de refugiado al Gobierno brasileño, explica el sentimiento de no pertenecer a ninguna comunidad nacional. “Es como si yo y mi familia no existiésemos. No somos contabilizados en ningún país. Siento que no soy humano. Queremos que Brasil nos ayude, que nos dé una nacionalidad, que nos deje pertenecer al país. Estamos preparados para contribuir plenamente como ciudadanos”.
Más allá de la dificultad de obtener la licencia para trabajar, los apátridas tienen otros derechos negados, no pudiendo votar y transitar libremente, por ejemplo. Para viajar a Rio de Janeiro, Pascal, su esposa y sus hijos consiguieron los documentos de viaje a través de Naciones Unidas y las visas de turista en la embajada brasileña en Namibia.
Con el documento de solicitante de asilo entregado por la Policía Federal, ha obtenido su primer permiso de trabajo en 46 años de vida. Su deseo ahora es ganarse la vida a través de la música. En África, Pascal formó una banda de reggae góspel con su familia y llegó a grabar cinco álbumes. Sin embargo, al venir a Brasil, tuvo que dejar todos los instrumentos y ahora no sabe cómo ni cuándo podrá tocar nuevamente.
“La música ha sido nuestro puente donde quiera que vayamos, porque su lenguaje es universal. Somos adictos a nuestra música pero aquí no tenemos nada. Es como si estuviésemos perdidos”, lamenta Pascal, echando de menos su bajo y su guitarra. El hijo, que llegó a estudiar producción musical en Namibia, toca el teclado y la batería, mientras que su esposa y su hija son cantantes.
Mientras no consigan trabajo o sus instrumentos para reactivar la banda, Pascal y su familia reciben ayuda financiera de Cáritas Arquidiocesana de Rio de Janeiro, organización socia de ACNUR, y acuden a las clases gratuitas de portugués que la organización ofrece a los solicitantes de asilo. Poco a poco, ellos se van sintiendo cada vez más brasileños, soñando con el día en que podrán decir que efectivamente pertenecen al país.
“Si Brasil me diera la nacionalidad, sentiría que soy un ser humano, alguien protegido por las leyes del mundo. No sé cómo iría a celebrarlo. Para mí, sería como subir al cielo. Sentiría más orgullo de ser brasileño que cualquiera de vosotros. Iría a querer servir al país más de lo que imaginan”, concluye Pascal.
Por Diogo Félix, de Rio de Janeiro.
Gracias a la Voluntaria en Línea Yolanda López Puertas por el apoyo ofrecido con la traducción del inglés de este texto.